Descripción
La noche de la que habla Viscarra y que se encuentra en cada una de sus historias, la ciudad que describe y en la que vivió, se alejan completamente de cualquier visión romantizada. Las imágenes que nos presenta a través de sus relatos (a medio camino entre la crónica y la ficción), son como los términos del COBA, algo ajenos, construidos para un fin, para una necesidad y a veces, hasta deformes. Nos muestra como naturales, prácticas y formas de vida que normalmente no queremos ver (maleantes vistos como seres humanos que aman, que sobreviven y que buscan un medio de ganarse la vida pero que no dejan de ser maleantes; niños prostituidos y asesinados en centros que debieran servir para proporcionarles un futuro provechoso en la sociedad; mujeres forzadas sexualmente sin que el acto se relacione, ni para ellas ni para sus agresores, con la palabra violación), que a veces ni el autor quiere ver y nos las muestra de frente, sin endulzarlas ni suavizarlas.
Ese es el tono de su escritura, el que se ha buscado mantener; la voz, a veces amena, a veces amarga, que nos lanza a una ciudad brutal, salvaje; hacia una noche que no guarda ningún romanticismo ni poesía, sino frío, miedo y soledad; hacia una muerte sanguinaria que se prolonga en el descuartizamiento y la posterior venta de partes para quienes no pueden pagar un funeral. Una voz alejada de las visiones poéticas y místicas que preferimos en textos literarios locales, tal vez porque nos alejan de lo que tememos; una voz similar a la que usaba cuando contaba sus historias (Yo, Casto es el mejor ejemplo de ello) en frente de sus eventuales acompañantes y que, por un momento lo emocionaban, cuando describía la peculiar belleza que puede surgir entre el horror, para luego destruirla con un final que nos recuerda que, aunque no queramos verla, esa otra realidad convive con nosotros.
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